A los 31 años, sintiéndome agotada y desapegada, me pregunté si salir con algunos franceses podría reavivar mi entusiasmo por la vida.

A los 31 años, sintiéndome agotada y desapegada, me pregunté si salir con algunos franceses podría reavivar mi entusiasmo por la vida.

—¿Dónde estás? —escribí por mensaje, mirando desde el balcón para ver si estaba cerca. Me revisé el labial en el espejo de la repisa y luego me preocupé si mi francés básico resultaría un repelente.
—Ya voy —respondió él. Antes de que pudiera cuestionar haber invitado a un desconocido a mi casa para una primera cita en el extranjero, Thomas llamó a la puerta. Tras intercambiar besos en la mejilla y que él se quitara sus capas de abrigo, vi que era aún más atractivo que en sus fotos de Tinder: pelo rubio desordenado y un atisbo de abdominales tonificados. Mientras traía vino con la mayor naturalidad posible, mi voz interior vitoreaba: —¡El plan está funcionando!

Lo había ideado en el otoño de 2018, exhausta tras casi una década en Nueva York. Durante tres años, trabajé a tiempo completo como editora mientras escribía mi novela por las noches y los fines de semana, programando cada diez minutos en mi agenda. Las tardes de viernes significaban cargar una bolsa de ropa sucia a la lavandería automática y luego subir cinco pisos para enfrentarme al manuscrito que quizá nunca se publicaría. Mientras tanto, mis compañeros progresaban en sus carreras, se casaban y compraban apartamentos elegantes. A los 31 años, sentía que no tenía nada que mostrar.

Los hombres neoyorquinos —o los que yo salía— actuaban como si medir más de seis pies y trabajar en finanzas o derecho los convirtiera en dioses. También estaba prácticamente célibe, no solo por la ocupación, sino porque mi ex y yo seguíamos reuniéndonos cada semana para cenar y ver Netflix. David fue el primer chico que me habló cuando me mudé a Nueva York a los 22 años. Aunque rompimos seis años después, se coló de nuevo en mi vida una cena amistosa tras otra hasta que acabábamos en su sofá, quejándonos juntos de *Juego de Tronos*. Aunque era reconfortante, no quería ser la mejor amiga de mi ex mientras nunca volvía a tener sexo.

Los experimentos en Tinder solo empeoraron mi confianza. Las citas habían cambiado desde mis primeros días, cuando la gente realmente conversaba en los bares. No había esfuerzo, y mucho menos romance. Mis amigas y yo comparábamos notas, y parecía que todos los solteros de la ciudad competían por importarles menos. Algo tenía que cambiar, drásticamente.

Un día, mientras organizaba mi estantería, un viejo libro de texto de historia del arte me llamó la atención: la portada de *El arte a través de los siglos* de Gardner, con su iluminación medieval en oro y lapislázuli. Me recordó a los días en la biblioteca estudiando láminas de relicarios y escribiendo sobre los tapices de *La Dama y el Unicornio* en el Museo de Cluny, cuando explorar los orígenes del arte se sentía significativo. Echaba de menos esas profundas discusiones con amigos sobre belleza y verdad. Me dolió el corazón.

Decidí renunciar a mi trabajo, dejar Nueva York, guardar mis cosas en casa de mis padres en Portland, Oregón, y vivir en Francia durante tres meses. Innumerables escritores habían huido a Francia —Hemingway, Fitzgerald, James, Baldwin, Steinbeck— y quizá seguirlos me convertiría en una "escritora de verdad". Pasaría un mes en Grenoble (por las montañas), Niza (por el mar) y París (por París), reaprendería francés y vería el arte que solo conocía por fotos. Caminaría por los Alpes y nadaría en el Mediterráneo. Y si esto me llevaba a encontrar guapos franceses... ¡Bueno, entonces, decidido! ¿Qué mejor manera de recuperarme del agotamiento y la sequía de citas que escapar a un país famoso por su romanticismo? Mis amigas se mostraron solo levemente impresionadas por mis planes soñadores. Dicen que se necesitan diez años para convertirse en un verdadero neoyorquino, y mientras me acercaba a ese hito, mis amigas agotadas ya se mudaban a mejores vidas en Budapest, Ámsterdam y California. Sí me desearon suerte para recuperarme del panorama de citas de Nueva York con algunos hombres franceses encantadores, señalando que, aunque los chicos franceses en la ciudad eran "más raros" que en su tierra, seguían siendo "atractivos" en comparación con otras opciones. Omití esos detalles cuando llamé a mis padres. Llevaban tiempo preocupados por mis semanas de trabajo de 80 horas y mis constantes enfermedades, así que se sintieron aliviados al saber que por fin ponía mi salud primero. Esa fue la parte más emocionante para mí: me sentí orgullosa de poder permitirme cuidar de mí misma. Mi objetivo era redescubrir mi alegría por la vida y definir mis próximos pasos, tanto personales como profesionales.

Mi primera velada con Thomas fue tan fluida que me preocupé haberla estropeado y que él no quisiera volver a verme. Pero antes de que las cosas se volvieran íntimas, desplegamos un mapa, hablamos sobre rutas de senderismo y él prometió llevarme a una. Al día siguiente, acostumbrada a los hombres estadounidenses poco fiables, le escribí a Thomas para confirmar si realmente me mostraría su sendero favorito. Respondió al instante: —Sí, no te preocupes.

Thomas resultó ser más romántico de lo que imaginaba. Me tomaba de la mano, elogiaba mi vestuario y me preparaba la cena. Cumpliendo su palabra, unas noches después, condujimos hasta el inicio de un sendero en las montañas de Chartreuse. Tras una ascensión oscura y nevada, miramos hacia abajo y vimos Grenoble brillando abajo. Intenté abrazar el romanticismo del momento, pero mi francés no estaba a la altura —apenas podía formar una frase sin preguntar "¿Perdón?". En casa, me habría frustrado con un compañero de conversación tan torpe, y me molestaba no poder mostrarle mi verdadero yo. (Thomas, un atleta profesional sin intereses académicos, parecía casi orgulloso de no hablar inglés). Así que, para controlar mis emociones, pasé días caminando sola por las montañas. Una vez, avancé penosamente durante horas por un sendero enterrado bajo un pie de nieve, pensando que era perfecto: si me perdía y moría sin cobertura, al menos no me vería tentada a revisar si me había escrito.

A pesar de mis preocupaciones, Thomas era increíblemente paciente y romántico. Me tomaba de la mano en público y me hacía sentir apreciada de una manera que rara vez lograban los hombres estadounidenses. Incluso me cocinó unas noches antes de que me fuera a Niza —algo que nunca harías por un affair casual en EE. UU. Sabía que las normas de citas en Francia eran diferentes, pero igual me conmovió. Mientras me llevaba a casa, le dije en francés: —Estoy tan feliz de habernos conocido. Cuando vine aquí por primera vez, estaba... —Él completó mi pensamiento: —¿Triste? Sí, había estado triste, aunque nunca lo había admitido, ni siquiera a mí misma. Divagué: —Hablaré francés con fluidez en un año. ¡Ya verás, voy a volver! —Él me tomó el rostro entre sus manos y dijo: —No cambies nada. Eres perfecta.

Prometió visitarme en París, donde pasaría mi tercer mes. Mencionó que tenía amigos allí, incluido uno que "tenía una novia asiática". Al instante, me invadieron recuerdos de hombres no asiáticos que abruptamente me contaban sobre sus esposas o exes asiáticas, como si eso hiciera que los encontrara atractivos. Años de experiencia habían agudizado mi habilidad para detectar esos comentarios incómodos, y algunos... A veces, estos eran solo errores honestos. Thomas no había salido con alguien de otra cultura antes, y nunca mostró otras señales de fetichizar ciertas razas. Si tuviera una amiga con un novio francés, probablemente se lo mencionaría a Thomas si nos viéramos todos. (Y mis amigas y yo a menudo llamábamos "sexy" a los hombres franceses, aunque siempre con buen gusto a sus espaldas). Así que lo dejé pasar —e incluso me emocioné de que me fuera a presentar a sus amigos.

A la mañana siguiente, me desperté sintiendo aún la punzada agridulce de gustar de alguien que no podía tener. Pero cuando entré en Tinder para guardar las fotos de Thomas, noté que acababa de añadir una nueva imagen para actualizar su perfil. Me dolió más de lo que jamás creí posible. ¿Fui ingenua al pensar que al menos podría haber esperado a que me fuera de la ciudad? Cuando Thomas dijo que quería despedirse una última vez, puse la excusa de no sentirme bien y me fui a la mañana siguiente.

En Niza, me encontré rumiando sobre Thomas mientras caminaba por la Baie des Anges, una bahía creciente de ensueño que acoge una porción de topacio del Mediterráneo. Me di cuenta de que había tenido mi primer flechazo en años —y eso era algo para celebrar, sin importar qué. Además, tenía que dejar cualquier drama de lado porque había invitado a mis padres a visitarme. Era su primera vez no solo en Francia, sino en Europa, y estaba ansiosa por mostrarles una cultura que amo y asegurarme de que se sintieran bienvenidos.

Existe la creencia común de que los franceses son fríos o poco acogedores con los extranjeros. Hasta entonces, todos los que había conocido habían sido cálidos y genuinos conmigo. Charlaban con paciencia (siempre en francés) en tiendas, restaurantes y monumentos; si parecía perdida o sola, me tomaban bajo su ala. Siempre respondían con entusiasmo cuando decía que era coreano-estadounidense —lo que, de yapa, me hacía sentir como una deliciosa bebida de café. Aún así, una vida protegiendo a mis padres me había enseñado que una joven coreana bilingüe es tratada de manera muy diferente a sus padres mayores que no hablan inglés con fluidez. Pero mis preocupaciones resultaron innecesarias. La gente fue amable y paciente en todos los lugares a los que los llevé. Fue encantador compartir todos los sitios de Francia que había guardado como mi reel personal de momentos destacados.

Me sentí agradecida de que los franceses fueran tan educados con los extranjeros, pero después de que mis padres se fueran, un incidente me hizo reconsiderarlo. Durante mis últimos días en Niza, esperaba en la fila para comprar socca (una deliciosa tortita de garbanzos) en un antiguo mercado de flores llamado Cours Saleya. La multitud se había agrupado de manera dispersa, pero a medida que la gente se acercaba a la plancha, formaban una fila ordenada. Intenté hacer cola correctamente y le ofrecí mi lugar a una mujer mayor cercana. Para mi sorpresa, ella me hizo señas para que pasara delante. Cuando le di las gracias efusivamente, simplemente dijo: —C’est normal. Ese simple intercambio fue una revelación: como ciudadana naturalizada en EE. UU. y visitante en Francia, había asumido durante mucho tiempo que las cosas fluyen mejor si no ocupo tanto espacio como "la gente que estuvo aquí primero". ¿Pero no es normal ocupar espacio y tratar a todos por igual, ya seas turista, inmigrante o ciudadano de nacimiento? Esta actitud de igualdad me pareció tan profundamente francesa como el romance. Y la decencia y civismo de los franceses, en general, fueron tan importantes para restaurar mi fe en la conexión humana como los hombres con los que salí.

Así que, sintiéndome más segura y centrada, llegué a París para la última parte de mi sabático, lista para volver a salir. Gaëtan era un profesor de derecho de 32 años que me citó para cócteles en un speakeasy de Pigalle. Era el tipo de hombre con el que te enorgullecerías que te vieran: alto, moreno, guapo, bien vestido, delgado y atlético.

Para entonces, mis arduos esfuerzos por aprender francés daban fruto, y llegué a conocer a Gaëtan mucho mejor que a Thomas. ¿Familia inmediata? No muy unida. Grupo estrecho de amigos hombres. ¿Autor favorito? Saint-Exupéry. Interesado en la justicia social, por lo que se dedicó al derecho bancario. No había estado en una relación seria durante un año y nunca mantuvo contacto con sus exes. Para entonces, había comprendido que el romance no es algo que los franceses reserven solo para relaciones comprometidas. Creen que el amor es el deseo irresistible de ser irresistiblemente deseado, y desempeñan sus roles a la perfección —aunque eso pueda hacerlos sonar menos sinceros de lo que son. La verdad es que genuinamente disfrutan no solo de la emoción, sino del propio sentimiento de amor. Así que se sumergen sin sobrepensar si la persona podría convertirse en una pareja a largo plazo, un amigo duradero o un contacto profesional útil.

A veces, mujeres francesas me invitaban a su mesa solo por compañía. No formé amistades profundas con ninguna, pero esos momentos aliviaban mi frecuente soledad. Viniendo de Nueva York, donde cada relación debía tener un propósito y estructura claros, este enfoque francés se sentía no solo sensual, sino también liberador y profundamente humano.

En Francia, los escritores e intelectuales son muy respetados, mientras que los obsesionados con el dinero son menospreciados. Esto era otro contraste marcado con EE. UU. Todo esto es por lo que el cortejo de Gaëtan se sentía tan refrescante. Me llevó a bares de vino, auténticos sitios de falafel y salones de cócteles en Le Marais, y disfrutamos sorbete en el fragante Parc Monceau. Escuchaba con atención mientras compartía mis sueños de escribir una novela, dedicarme al periodismo y tener mi propia casa. Este tipo de atención lo había notado también en otros franceses. No hacían eso tan común en EE. UU., especialmente en Nueva York, donde la persona con la que hablas tiene la mirada distante porque está planeando qué decir después. Los franceses realmente escuchan, y Gaëtan era especialmente bueno en ello.

Incluso encontraba atractivo mi lado artístico, admirando las páginas del manuscrito esparcidas por mi apartamento. En Francia, los escritores y pensadores son muy valorados, a diferencia de EE. UU., donde conocí solteros de finanzas que preguntaban cosas como: "¿Así que eres freelance?" o "¿Cuánto pagas por este apartamento?".

Solo hubo una vez en que Gaëtan perdió un punto para el Equipo Francia. Lo invité a cenar y le pregunté cómo le gustaba mi pasta. En lugar de un simple "¡Deliciosa, gracias!", se lanzó a una crítica detallada sobre cómo podría mejorarse. En el mundo angloparlante, está claro que esperas un elogio, no una reseña de tu comida de una sola olla. Esta es un área donde los hombres estadounidenses superan a los franceses galantes, siempre.

Cerca del final de mi estancia, le pregunté a Gaëtan cuál era su lugar favorito en París. Dijo que era el Château de Vincennes, una fortaleza medieval en el extremo oriental de la ciudad donde solía jugar de niño a ser un caballero. Prometió llevarme allí ese fin de semana. Pero cuando llegó el día, me escribió para decir que estaba enfermo y no podría venir. Ya había salido con un vestido que compré solo para ponérmelo para él. En lugar de volver a casa, tomé el tren a Vincennes y deambulé sola.

Me encontré caminando sola por las murallas. ¿Estaba proyectando una vez más mi anhelo de cercanía en alguien que no sentía lo mismo? ¿Cuánto de nuestra conexión se había perdido en la traducción, o quizá solo existía en mi imaginación?

Unos días después, Gaëtan compensó su ausencia llevándome a Le Très Particulier, un bar de cócteles escondido en un hotel increíblemente chic en lo alto de Montmartre. Nos abrimos camino al jardín, donde la Torre Eiffel apareció como por arte de magia.

—Podrías quedarte conmigo la próxima vez que vengas a Francia —ofreció.
—¿En serio?
—En serio. ¿Cuándo volverás? ¿En tres años?
—¡No! Antes —dije—. Quizá incluso en seis meses.
Nos