El 29 de diciembre de 2022 recibí un mensaje de texto. Decía: "Hola mamá, te escribo desde el teléfono de una amiga, he roto el mío y el suyo está a punto de apagarse. ¿Puedes escribirme por WhatsApp a mi nuevo número? x". Estaba en un coche de alquiler cuando llegó, mi pareja conducía a mi lado mientras recorríamos un tramo anodino de autopista. El cielo y la carretera eran de un gris apagado. Era esa época brumosa entre Navidad y Año Nuevo en que los días se confunden, un periodo en que los adolescentes quedan para ir de compras, pasan el rato en casa de los demás, comparten Snapchats y cotilleos navideños mientras fingen no vapear. Era un tiempo de espera: de lo que fuera a venir, de la emoción de Nochevieja y de los besos robados bajo el muérdago sobrante. Así que el mensaje en sí no era especialmente raro, sobre todo con su característica falta de puntuación y gramática adolescente.
Solo había un detalle.
Yo no era madre.
Todavía no.
Porque yo también esperaba, suspendida en un frágil hilo de esperanza. Tres días antes, mi marido Justin y yo habíamos volado a Los Ángeles para nuestra última ronda de tratamiento de fertilidad. Esta vez habíamos optado por probar con una donante de óvulos. Nos habían transferido el embrión la mañana después de aterrizar.
Hasta entonces, había pasado unas navidades completamente sobria, sorbiendo vino sin alcohol en la cena de Navidad. Mis cócteles habían sido una mezcla cuidadosamente medida de estrógeno y progesterona, no del tipo que suelo preferir: martinis helados con extra de salmuera.
Justin y yo no habíamos planeado que esta fuera nuestra Navidad, pero cuando estás en tratamiento de fertilidad, te das cuenta de que los plazos de los demás no se aplican a ti. Estás a merced de los niveles hormonales, del grosor del endometrio y de la naturaleza impredecible de los ciclos menstruales.
Así que, atrapada en esa incertidumbre, empecé a buscar otro tipo de lógica, una que existiera fuera de la razón. Empecé a buscar señales. Llámalo superstición, espiritualidad o simple tontería, pero saludaba a las parejas de urracas y evitaba pasar por debajo de escaleras. Visité a un chamán en el sur de Londres que hacía rituales con plumas y piedras. Escribí una carta a mi futuro hijo. Intenté meditar, manifestar, pensar en positivo y hablar con amabilidad a mi propio cuerpo. Encontraba significado en todo: un sueño, una pluma a la deriva, un petirrojo que apareció en el jardín en un día inusualmente cálido de julio. Me decía que todo era un mensaje. El universo me indicaba que estaba destinada a tener un hijo.
Una parte de mí sabía que esto era irracional. Entendía que, en mi tristeza, me aferraba a cualquier cosa que pudiera mantenerme a flote. En un mundo incierto, la certeza —como la esperanza— puede ser un placebo poderoso y adictivo.
Como muchas mujeres que cargan con una vergüenza mal ubicada, interioricé rápidamente la sensación de fracaso como propia.
Me aferré. Me dije que recibir un mensaje llamándome "mamá" era la señal más clara hasta entonces de que iba por el buen camino. Recordé escuchar un pódcast que decía que manifestar con éxito significaba actuar como si ya tuvieras lo que más deseas. Era una prueba, decidí. Tenía que demostrar que era capaz de amor maternal.
Así que respondí con mucho cuidado y amabilidad a ese número desconocido en WhatsApp. Dije que se habían equivocado de persona, pero que esperaba que todo les saliera bien.
Al guardar el teléfono, recordé los años de tratamientos de fertilidad fallidos y los abortos espontáneos repetidos. Recordé la pesada y lenta pena que trajeron: la creencia de que nunca me sentiría completa sin un bebé. Pensé en la difícil decisión que Justin y yo habíamos tomado de optar por la donación de óvulos. Pensé en el embrión que ahora estaba dentro de mí y sentí que todo nos había llevado hasta aquí por una razón. Eso resultaría ser cierto, aunque no como esperaba: no fue un bebé, sino una psíquica, quien cambiaría mi vida para siempre.
Durante los últimos 12 años, intenté tener hijos sin éxito. Durante mi primer matrimonio, pasé por dos rondas de FIV fallidas, seguidas de un embarazo natural que terminó en aborto a los tres meses. Estuve en el hospital por ello y aún recuerdo ver los restos de mi tan ansiado bebé en una pequeña bandeja de cartón que me entregaron las enfermeras.
Unos meses después, ese matrimonio terminó, envuelto en una extraña tristeza: llorando lo que fue, lo que pudo haber sido y lo que ni siquiera existió. Creía que lo estaba sobrellevando, pero en realidad solo estaba entumecida. En aquel entonces, el aborto espontáneo y la infertilidad no se discutían abiertamente, y parecía imposible transmitir la profundidad de esa pérdida. Alguien cercano me sugirió tratarlo como una regla abundante. Otra persona se preguntó por qué le había dicho a alguien que estaba embarazada antes de los tres meses, como si guardar silencio lo hubiera hecho menos real.
Como muchas mujeres que sienten una vergüenza mal ubicada, me tomé el fracaso muy a pecho. Los médicos calificaron mi infertilidad de "inexplicable", un término tan vago que fue fácil llenarlo con mi propia autoculpa. Decidí que todo era culpa mía.
A finales de mis treinta, probé la vitrificación de óvulos en una clínica diferente. De nuevo, los resultados fueron decepcionantes: solo se recuperaron dos óvulos, cuando la mayoría de las mujeres de mi edad podían esperar alrededor de 15. Cuando conocí a Justin, yo tenía 39 años y él 43, con tres hijos de una relación anterior. Intenté aceptar ser feliz sin un hijo propio. Pero entonces, justo después de cumplir 41 años, nos quedamos embarazados naturalmente. Eso terminó en aborto a las siete semanas. Los dos estábamos tan desconsolados que decidimos intentarlo de nuevo.
Viajamos a Atenas a una nueva clínica con protocolos diferentes. Me operaron para extirpar un tabique uterino, y en un mes volví a estar embarazada. A las siete semanas, vimos y oímos el latido en la ecografía. A las ocho semanas, había desaparecido. Esto ocurrió durante el primer confinamiento por Covid en el Reino Unido, así que tomé medicación para abortar en casa. El dolor fue insoportable, el peor de mis tres abortos.
Me tomé un descanso para reconectar con mi cuerpo y recordar quién era cuando no estaba inundada de hormonas del embarazo o siendo examinada por extraños. Cuando se suavizaron las restricciones, reservé un masaje deportivo mediante una aplicación. El masajista era polaco, y cuando presionó el lado izquierdo de mi bajo vientre, di un grito. Había encontrado el punto exacto donde sentía la profunda y dolorosa sensibilidad de mis pérdidas gestacionales, una sensación específica que empezaba en mi útero y se extendía por todo mi cuerpo. Pensé que me desmayaría.
"Tienes mucha tristeza aquí", dijo.
"Sí", respondí, con los ojos cerrados, conteniendo las lágrimas.
Cuando terminaron los confinamientos y se extendieron las vacunas, las clínicas de fertilidad reabrieron. Unos amigos recomendaron una clínica en LA, conocida por estar a la vanguardia de la medicina reproductiva, en parte porque, como dijo un amigo cínico, "las estrellas de Hollywood llegan a los cuarenta y tantos, los papeles se acaban y entonces deciden que quieren un bebé".
La web de la clínica era impresionante, prometía varios tratamientos pioneros no disponibles en otros lugares. En octubre de 2021, Justin y nos unimos a una videollamada con uno de sus principales consultores, que al parecer tenía un séquito de... [él no tenía hijos propios]. Su actitud era robótica mientras enumeraba todas las formas en que podía garantizar tasas de éxito superiores a la media. Sugirió usar una donante de óvulos.
Se sentía surrealista desplazarse por páginas de donantes hermosas, filtrándolas por altura, estudios, color de pelo y ojos. El médico lo hizo sonar simple: solo necesitábamos encontrar una donante adecuada, y recomendó contratar a un consultor de fertilidad para ayudar. Esta persona revisaría historiales médicos y rasgos físicos para asegurar compatibilidad.
En el Reino Unido, pagar por óvulos es ilegal, aunque las donantes pueden recibir hasta 985 libras en gastos por ciclo. Los hijos concebidos por donación también tienen derecho a acceder a información identificativa de su donante al cumplir 18 años. En EE. UU., sin embargo, las normas son diferentes: se paga una tarifa a las donantes, normalmente entre 5.000 y 10.000 dólares, a veces incluso más. Hay cientos de webs con perfiles detallados y fotos. Se sentía surrealista y un poco distópico, hojeando página tras página de mujeres que podías clasificar por atributos como altura y estudios. Respondían preguntas sobre sus libros favoritos (El Alquimista y Harry Potter salían a menudo, lo que para mí eran excluyentes al instante), junto con sus comidas y hobbies preferidos. Era como una extraña forma de citas rápidas.
Nos llevó más de un año encontrar a nuestra donante. Estuvimos cerca varias veces, pero entonces surgía un problema médico incompatible, o la donante cambiaba de opinión y se echaba atrás. Para empeorar las cosas, la consultora que contratamos resultó ser una estafa, y la comunicación de la clínica era sorprendentemente pobre. Todo el proceso costó una enorme cantidad de tiempo y dinero, y soy consciente del privilegio que supuso poder permitírselo. Aun así, fue uno de los periodos más estresantes de mi vida.
Finalmente, encontramos a una joven increíble —su libro favorito era La República de Platón— que quería ayudarnos. Seguimos estando increíblemente agradecidos con ella.
La extracción de óvulos se programó en LA. Mientras, al otro lado del Atlántico, mi ciclo se sincronizó con el suyo. Sus óvulos se fecundaron con el esperma de mi marido, resultando en cuatro embriones. Dos fueron calificados como AA —como hoteles de lujo—, con buen número de células, fragmentación mínima y simetría óptima. Estos dos tenían la mejor oportunidad de implantarse en mi útero (y probablemente venían con check-out tardío y tratamientos de spa en la habitación, bromeaba).
Justin y yo volamos a LA el 26 de diciembre de 2022. El tiempo era horrible —una de esas raras tormentas fuertes que a veces azotan la ciudad—, y los limpiaparabrisas chirriaban y resbalaban mientras conducíamos a la clínica. Me cambié a una bata quirúrgica, me tumbé en una camilla y me llevaron al quirófano para transferirme el embrión vía catéter a mi útero. Antes de sedarme, el doctor proyectó una imagen de nuestro embrión elegido en una pantalla en lo alto de la pared.
"Un embrión absolutamente precioso", dijo.
Apreté la mano de Justin con más fuerza.
Esta vez, me dije, lo había hecho todo bien. Tomé todas las medicaciones, me sometí a todos los procedimientos necesarios, y estuve estrechamente monitorizada por los mejores profesionales médicos. Fui a acupuntura y yoga, seguí consejos nutricionales, comí montones de proteína, tomé los suplementos correctos e hice todo el trabajo espiritual que pude. Seguí los consejos de todos. Todas las señales estaban ahí. Esta vez, intenté creer, iba a funcionar.
Durante los 10 días de espera que siguieron, Justin tuvo que volver a Londres por trabajo, y yo me quedé en LA con una tranquila y creciente sensación de optimismo cauteloso. Tenía todos los síntomas del embarazo: agotamiento vespertino, náuseas, pechos doloridos, sueños vívidos. Una tarde, caminé por Venice Beach y escribí en la arena el nombre que habíamos elegido para nuestro hijo.
En la mañana programada, fui a la clínica por los resultados. Me hicieron un análisis de sangre y me dijeron que recibiría una llamada con los resultados esa tarde. En su lugar, me enviaron un email. Habían analizado mi sangre, y no estaba embarazada. "Cese toda medicación inmediatamente", decía el email. ¿Esos síntomas que había tenido? Solo eran por las hormonas que había estado tomando. ¿Y todas esas señales que pensé que el universo me había enviado? Tampoco significaban nada.
Justin canceló todo y voló a LA para que pudiéramos estar juntos, un verdadero acto de amor. Pero me sentí desamarrada, exhausta y terriblemente triste. Recuerdo hacer una videollamada con mi mejor amiga, Emma, justo después de recibir la noticia.
"¿Qué te pasa en los ojos?", preguntó.
"Nada", dije. "¿Por qué?"
"Se ven un poco... raros."
Miré mi reflejo en la pantalla y vi exactamente lo que quería decir. Mis ojos parecían brillantes y distantes, como si estuviera observando el mundo desde el fondo de un océano profundo. No reconocía mi propia cara. No me reconocía a mí misma.
De vuelta en Londres, no estaba segura de qué hacer. Todavía nos quedaba un embrión. La clínica sugirió que intentáramos de nuevo inmediatamente, quizás con una gestante subrogada, pero simplemente no podía enfrentarme a ello. Extraños bienintencionados mencionaban la adopción, sin darse cuenta de lo complicado y largo que puede ser ese proceso. Ya tenía 44 años, me sentía perdida y decepcionada. Estaba enfadada con nuestro doctor, enfadada por el frío email de la clínica, enfadada con toda la industria de fertilidad, y enfadada con cualquiera que hubiera tenido un embarazo fácil que terminara con un bebé sano. Pero sobre todo, estaba enfadada con las historias esperanzadoras en las que había creído, todas las hermosas mentiras que me había contado a mí misma.
Fui a desayunar con una amiga que se había separado recientemente de una pareja de mucho tiempo. Mencionó de pasada a una psíquica que le había hecho una lectura telefónica inquietantemente precisa, detallando un futuro romance.
Aunque pensé que ya había terminado con ese tipo de cosas, no pude resistirme.
"¿Podría hablar con ella?", pregunté.
Mi amiga me dio el número de la psíquica y un consejo: enviar un mensaje para concertar la cita, no dar el nombre completo (para que no pueda buscarte en Google), y cuando llame, no hacer preguntas (podría guiarla).
Seguí sus instrucciones al pie de la letra. La psíquica, a quien llamaré Alexia, me llamó a las 7 p.m. de un miércoles. Su voz era cálida, con acento americano.
"¿Elizabeth es tu nombre real?", preguntó.
"Sí."
"Vale, veamos qué hay aquí para ti." Hizo una pausa. "Bueno", se rió entre dientes, "te encantan las palabras."
¡Es cierto! ¡Me encantaban tanto las palabras! Durante las partes más duras de mi trayecto de fertilidad, a menudo me sentía increíblemente afortunada de tener una carrera de escritura que me apasionaba. Para entonces había escrito ocho libros, y mi noveno estaba a punto de publicarse. Dijo algunas otras cosas que acertaron, como que el nombre de mi pareja empezaba por J y a qué se dedicaba. Alexia preguntó si mi madre había tenido dolor de cuello últimamente (comprobé después: acababa de reservar cita con un osteópata tras hacerse daño en el cuello).
"Vale, así que escribes libros, pero ¿estás... haciendo algo más también?", continuó Alexia. "Me llega... es casi como, no sé... ¿eres una coach de vida que ayuda a la gente con sus fracasos o errores?"
No me sentí triste, sentí alivio. Porque a veces lo más valiente que puedes hacer es rendirte, no seguir insistiendo.
Desde 2018, presento un pódcast llamado How to Fail, donde hablo con invitados sobre tres veces que han