"Otra forma de imperialismo": cómo la literatura en inglés perdió su dominio global

"Otra forma de imperialismo": cómo la literatura en inglés perdió su dominio global

Cuando escuché que una importante cadena internacional planeaba una serie basada en Strangers I Know de Claudia Durastanti, me emocioné. Como escritora italiana de la generación millennial, el libro de Durastanti —una memoria novelada sobre crecer entre el sur rural de Italia y Brooklyn, navegando identidades como hija oyente de padres sordos— me pareció revolucionario. Fue la primera novela literaria de una autora italiana de mi generación en llegar a un público global. Publicada en inglés por Fitzcarraldo Editions en 2022, traducida por Elizabeth Harris, su éxito se vio como una señal prometedora de que las editoriales internacionales finalmente prestaban atención a una nueva ola de literatura italiana.

Otro motivo de mi entusiasmo fue que gran parte de Strangers I Know transcurre en Basilicata, de donde es mi padre. Es una de las regiones más pobres de Italia, escondida en el arco de la bota del país, tan ignorada que incluso su libro más famoso —la memoria de guerra de Carlo Levi Cristo se detuvo en Éboli— toma su título de la idea de que la salvación nunca llegó allí. A pesar de sus impresionantes cañones de piedra caliza y ruinas griegas antiguas, Basilicata carece de la italianidad perfecta para postales —colinas toscanas, canales venecianos, callejones napolitanos— que suele exigirse para el atractivo internacional. La novela de Durastanti parecía una oportunidad para expandir lo que puede ser una "historia italiana", porque también era estadounidense y porque rechazaba todos los estereotipos.

Pero luego vino el tropiezo. Tras escribir y aprobar un piloto, la cadena pidió un rediseño. El escenario italiano, dijeron, era demasiado desconocido. ¿Por qué no trasladarlo a Irlanda? Era "algo parecido" (católica, pobre) y más fácil de conectar con el público. El proyecto finalmente se archivó.

La novela siempre ha estado ligada a la identidad nacional. Los libros de Walter Scott moldearon la mitología escocesa; Los novios de Manzoni unificó los dialectos fragmentados de Italia; Goethe, Austen, Dostoievski y Balzac capturaron la esencia de sus naciones. Pero al cruzar fronteras, ocurrió algo interesante: aunque arraigadas en lugares específicos, también revelaban verdades universales sobre ser humano —que, para mí, es lo que mejor hacen las novelas.

Esto llevó a la idea de la literatura como conversación entre tradiciones nacionales, cada una con su lugar en la mesa —aunque, como señaló Milan Kundera, esos asientos casi siempre estaban reservados para hombres. ¿La ironía? La noción de intercambio "igual" se construyó sobre una premisa imperialista. Las literaturas menores o marginalizadas se agrupaban, mientras las culturas dominantes dictaban los términos.

(Nota: El texto se interrumpe, pero la crítica implícita es clara: el reconocimiento literario siempre ha sido desigual, moldeado por poder y percepción.)

El concepto de "Mitteleuropa" y términos similares reflejaban un pasado colonial, pero este siguió siendo el marco para enseñar y leer literatura en Italia hasta hace pocas décadas. Leíamos a Gustave Flaubert y Georges Perec, Jane Austen y Virginia Woolf, Thomas Mann y Ernesto Sábato—hasta que, de repente, dejamos de hacerlo.

El auge de la industria editorial anglófona en los 80 y 90 dio a sus escritores más exitosos un alcance global e influencia crítica inigualable. Para los años 2000, el canon literario contemporáneo italiano estaba dominado por David Foster Wallace, Zadie Smith y Jonathan Franzen. El primer programa de escritura creativa del país, fundado a mediados de los 90, tomó su nombre de Holden Caulfield. Estudiantes —algunos a quienes he enseñado— aprenden técnica con Ernest Hemingway y Joan Didion, que "muestran", no con autoras italianas como Anna Maria Ortese y Elsa Morante, que "cuentan". Estudios computacionales de Eleonora Gallitelli revelan que incluso la sintaxis y estilo italianos ahora están más influenciados por el inglés que por el lenguaje de traductores trabajando desde el inglés.

Este cambio no fue exclusivo de Europa. Como explora Minae Mizumura en La caída del lenguaje en la era del inglés —un ensayo-memoria sobre su decisión de ser escritora japonesa en vez de estadounidense, elección que luego lamentó—, la idea de literaturas nacionales como sistemas iguales e interconectados colapsó para el cambio de milenio. En su lugar, una tradición se expandió más allá de fronteras nacionales, convirtiéndose en el estándar universal de facto.

No hay nada inherentemente malo en esto —incluso podría verse como un escape del nacionalismo. Pero la universalidad solo puede pertenecer a una tradición, y mientras la literatura anglófona ascendía, otras se reducían a nichos locales. Donde antes las literaturas nacionales prosperaban con lo específico (la Inglaterra de Austen, la Rusia de Dostoievski), estos detalles ahora corren el riesgo de ser reducidos a mero color local, pintoresco pero periférico. Cuando una historia como Strangers I Know de Durastanti busca atractivo universal, tiene sentido reubicarla en un escenario más familiar, donde el exotismo no distraiga.

Viví algo similar años atrás cuando una editorial alemana rechazó mi segunda novela —una historia de ambición y especulación financiera— porque el escenario italiano podría confundir a lectores acostumbrados a tiburones corporativos en Nueva York o Fráncfort. Sin embargo, elogió los capítulos venecianos como "poéticos" y sugirió ambientar allí un libro entero. Italia, para él, ya no era un escenario plausible para la ambición (como en Las moscas del capital de Paolo Volponi), sino una colección de fondos exóticos: Nápoles, Apulia, Roma, las colinas toscanas o Venecia.

En cierto modo, esto refleja una división global del trabajo: el mercado literario internacional asigna temas amplios y universales principalmente a escritores anglófonos, mientras relega a autores locales a producir góndolas, papas, vírgenes llorosas y pizzas.

Pero el panorama de Mizumura ha cambiado drásticamente en años recientes. El dominio de la literatura anglófona ha menguado, y los autores celebrados hoy —aquellos que dan forma al canon contemporáneo e inspiran a nuevas generaciones— provienen de orígenes y lenguas mucho más diversos. Roberto Bolaño, Annie Ernaux, Han Kang y Karl Ove Knausgård son los nuevos Franzens y Wallaces de nuestro tiempo.

Es imposible señalar un momento exacto para este tipo de cambio cultural, pero la "fiebre Ferrante" marca un punto de inflexión claro. Elena Ferrante pasó de ser una escritora relativamente oscura (tanto en Italia como internacionalmente) a lograr un éxito espectacular mundial, alcanzando la popularidad que antes reservaban libros como La broma infinita, que la gente llevaba para parecer intelectual. Su ascenso también despertó un creciente interés global por la literatura italiana —tanto autores contemporáneos como Durastanti (y yo misma) como clásicos olvidados de escritoras como Elsa Morante y Alba de Céspedes.

Hay varias explicaciones posibles para esta tendencia. La consolidación de la industria editorial estadounidense ha dificultado que novelas audaces e innovadoras sobresalgan. También podría reflejar la creciente popularidad de la literatura traducida en mercados anglófonos —aunque la idea de "literatura en traducción" como categoría de nicho resultaría extraña para lectores no anglófonos, que siempre la han llamado simplemente "literatura".

Otro factor podría ser la cambiante naturaleza de los libros mismos. Desde principios de los 2000, escritores de todo el mundo han adoptado lo que Minae describió como "doble ciudadanía literaria", viéndose como parte de tradiciones locales y globales. Muchos han fusionado ambas, tejiendo un exotismo sutil en su obra para atraer a lectores hacia temas más profundos. Una historia ambientada en Seúl podría resonar más con lectores en Buenos Aires o Nápoles que una ambientada en el Minnesota de Franzen.

Por supuesto, las novelas de Ferrante ofrecen mucho más que un simple fondo italiano —pero ese escenario reconocible probablemente ayudó a conectar con un público más amplio. Del mismo modo, Los detectives salvajes de Bolaño juega con estereotipos mexicanos mientras los trasciende, y La vegetariana de Han Kang explora el horror corporal asociado a la literatura asiática, solo para subvertirlo con una crítica feroz al patriarcado.

Sin embargo, este interés global por literatura no anglófona suele depender primero del éxito en el mercado anglófono. Ferrante y Bolaño ganaron reconocimiento mundial solo tras triunfar en inglés. La vegetariana de Han Kang, publicada en Corea del Sur en 2007, se convirtió en sensación internacional casi una década después gracias a la aclamada traducción de Deborah Smith. Sintomáticamente, la edición italiana se tradujo de la versión inglesa de Smith, no del coreano original —no por falta de traductores, sino porque el editor encontró su prosa más convincente.

Este fenómeno no se limita a éxitos recientes. Incluso autoras canónicas italianas del siglo XX como Natalia Ginzburg y Alba de Céspedes han experimentado un renovado interés a través de traducciones al inglés. Muchas obras de autoras como Alba de Céspedes se han traducido internacionalmente principalmente después de sus ediciones inglesas. Del mismo modo, la trilogía de la clásica autora danesa Tove Ditlevsen llegó a lectores italianos solo tras su traducción estadounidense. Aunque la cultura anglófona ya no domina la literatura global como antes —lo que Umberto Eco llamó "las periferias del Imperio"—, sigue siendo un puente entre tradiciones literarias, decidiendo qué obras viajan más allá de sus orígenes locales.

Mi propia novela, Perfección, encontró traducciones en idiomas desde el tailandés hasta el lituano solo después de ganar reconocimiento en inglés y ser preseleccionada para el International Booker Prize. Esto podría verse como una forma sutil de imperialismo cultural, pero también crea oportunidades para conexiones más amplias. Lectores en Buenos Aires o Nápoles podrían identificarse más con una historia ambientada en Seúl que con una en el Minnesota de Jonathan Franzen, mostrando cómo culturas periféricas pueden encontrar terreno común sin pasar por el centro tradicional.

La última novela de Durastanti, Missitalia, incluye una sección ambientada en Basilicata, mezclando la historia real de pandillas femeninas del siglo XIX en sus bosques con una historia alternativa del descubrimiento de petróleo. Mientras el libro se traduce a diez idiomas (incluido inglés), mencionó que los traductores a veces piden ayuda para capturar la esencia de la región. ¿Su consejo? "Piensen en los Apalaches".

Perfección de Vincenzo Latronico, traducido por Sophie Hughes, es publicado por Fitzcarraldo (£12.99). Para apoyar a The Guardian y The Observer, encarga tu copia en guardianbookshop.com. Pueden aplicarse cargos de envío.